Y las lagrimas en tus ojos, y las ganas de acabar con todo, y el tiempo pasando lento y doloroso. El frío en la piel, los labios cansados, sin sonrisas. Los pies hartos de caminar, el otoño golpeándote la cara, la oscuridad invadiendo tus sentidos. Odio acumulado. Silencio y más silencio que grita en tus oídos. Miedo. Dolor. Sufrimiento. Momentos felices llenando tus recuerdos. Dejas de caminar, ahora las lagrimas caen por tus mejillas. Te sientas en el borde del puente. Y te gustaría tirarte al vacío, desaparecer. Silencio. Odio, miedo y dolor. Miras hacía bajo y ves la salida, todo se acabaría así. Te ves cayendo hacía la oscuridad y te crees que sería lo mejor. Te secas las lagrimas y te subes encima. Intentas mantener el equilibrio. Vuelves a mirar hacía abajo, silencio. Recuerdos que duelen, que hacen daño. Que te golpean igual que el frío. Te quitas la pulsera que te regaló, la tiras. La oyes caer a la orilla del río y esperas tener más puntería contigo misma y caer al agua, no te gustaría caer a la orilla. No. Tú desaparecerás en el agua. Más lagrimas. De repente, de golpe, oyes una canción en tu cabeza... te pierdes en aquella noche. La noche más maravillosa de tu vida, la noche en la que lo conociste. Ahora no está, se ha ido y solo te ha dejado un carta. Una carta sin direcciones, sin números de teléfono. Una carta de despedida. La sacas del bolsillo y lloras, recuerdas. Te bajas del borde del puente. Y te sientas en el suelo, apoyada, llorando. Le querías, le quieres. Recuerdas los momentos que has vivido con él, aquella canción sigue sonando en tu cabeza, recuerdas el olor a playa de las tardes de verano. En verano empezó y terminó todo. Solo estaba aquí de vacaciones, nunca te dijo de donde venía. Pero le quieres. Un amor de verano que será eterno, con esa pulsera que has tirado al vacío, con esa carta que tienes entre las manos, con las fotos que hay colgadas en las paredes de tu habitación, con el CD de música que te regaló, con los besos que te dio, con los recuerdos... con lo único que te queda. Te levantas. No. No vas a tirarte, no vas a acabar con tu vida. Eso es demasiado fácil y siempre te a gustado complicarte la vida. Vas a encontrarle y a decirle que le quieres, que es un estúpido por haberse marchado sin decirte nada, que le guardarás rencor por haberse despedido con una carta. Pero que le quieres, ante todo, que te da igual de donde sea, te da igual el dinero que tenga, donde trabaja o donde estudia, te da igual la clase de familia que tenga. Te da igual el resto del mundo. Le vas encontrar y le vas a decir que quieres escaparte con él y que solo así serás feliz. Le dirás que sin él tu vida no tiene sentido. Hechas a correr y bajas a la orilla del río, ves tu pulsera allí, brillando por la luz de la luna. Está rota pero la recoges y te vuelves a casa. Allí metes en una mochila cosas que necesitarás, escribes una nota a tus padres y te vas. Son las 5 de la mañana pero te acercas al hotel del final de la calle para preguntar si saben de donde era el chico que conociste este verano, para saber algo más del chico de tus sueños. En el hotel te dan una dirección y te dicen que él estaba allí trabajando. Les das las gracias y te vas. Te montas en el tren. No sabes a donde irás a parar, pero sabes que le encontrarás. Le dirás lo que tienes que decirle y le amarás el resto de tu vida. Es absurdo y loco, sí, pero el amor es así.